Buscando a Homero

DSC_0530En Ios dicen que murió Homero y que aquí supuestamente yacen sus restos. También en esta isla se rodó la película El Gran Azul, un icono para los amantes del mar y el submarinismo. Razones suficientes (salvando las distancias) para venir hasta aquí.

El caso es que ha costado mucho encontrar los restos de uno y la atmósfera de la otra, y de alguna manera, finalmente, sus extrañas conexiones.

Al preguntar por Homero y su tumba, la gente se encogía de hombros. Muchos ni sabían de quien hablaba y otros daban instrucciones vagas, pero todos hacían una curiosa referencia a su madre. “Homero?, quien sabe, pero su madre era de Ios”, refiriéndose a ella como a una antigua vecina que han conocido por referencias directas.

Cuando hablé por primera vez con Terry, le hice la pregunta de rigor (a estas alturas deben conocerme por aquí como la pesada de Homero) y su respuesta fue delirante: “Ah Homero!, quien sabe. Quizás ni siquiera existió, pero su madre era de Ios” ;-!

No hay ningún transporte público para llegar a la tumba ni a sus alrededores. Pensé en alquilar una moto(pero me sentía insegura), un Quad(pero me sentía ridícula) y alquilar un coche para una persona me pareció un despilfarro, dilatado hasta no quedar más opción. Intenté formar un pequeño grupo entre los chicos que se tumban como zombis en la piscina todas las mañanas, pero ni sobornándolos con cervezas.

Entonces Maroussa, la dueña del hotel, me presentó a Terry, un londinense que lleva 30 años en la isla durante los cuales, ha montado varios bares, un restaurante mejicano, un centro de buceo y qué se yo. Acogió al equipo de rodaje de El Gran Azul. “Murió uno de los submarinistas, y juzgar por cómo acababan las noches, fue un milagro que no pasara nada más”.
Es de esas personas con las que acabas teniendo una conversación en forma de elipse infinita.

“El coche de Terry no es el mejor de la isla…pero..”, me había prevenido Maoussa.
Ayer fue el día señalado para la expedición a la que finalmente se unieron Gissele(Brasil) y Andrea(Rumanía). Nos subimos en la tartana de Terry y nos pusimos en marcha en busca de Homero.

La carretera termina frente al precipicio del cabo norte de la isla, en una región llamada Plakotos. Allí, tras recorrer un camino de tierra, se alza sobre un montículo de piedras, como un faro a navegantes, la losa dónde supuestamente yace el hijo de “la madre de Homero”.
Si aquel sitio no es su tumba real, la imaginación colectiva no podría haber configurado un lugar mejor. En la cima de una colina, frente al mar y rodeado de una nada tan absoluta y embriagadora que parece realmente un lugar a medio camino entre el mundo de los vivos y el de los dioses.

Teníamos previsto recorrer la isla y visitar lugares que no te explica ninguna guia (se lamentaba TErry), pero su coche se paraba cada ciertos quilómetros frente a una cortina de vapor que salía por el capó delantero. Fuimos agotando nuestras reservas de agua en el sediento trasto, pero la última explosión fue realmente violenta, así que las chicas pidieron ser llevadas al hotel.
Terry y yo seguimos trotando, visitamos las casas de algunos de sus amigos, abría con su llave las iglesias y los monasterios más perdidos, visitamos un antigua castillo en ruinas (no sabría decir de qué época) buceamos en Koumbara, comimos en una fonda que nos acogió como familia y fue desplegando ante mi, los secretos más fascinantes de la isla. Aludí a mi cumpleaños en la lucha por pagar la cuenta de la comida y a media tarde, me dejó sana y feliz en el hotel entre despedidas llenas de gratitud y complicidad.

Al caer el sol me dirigí hacia la montaña y me senté en una de las última piedras de la última iglesia de las que dominan la ladera de Chora. Al bajar, tras la puesta de sol, vi a lo lejos a Terry, en mitad de la cuesta, recostado sobre una piedra. Me miraba bajar en medio de la gente. Estaba allí, esperándome. Me sentí entre irritada por la “invasión” y contenta por volver a verle. La cortesía hizo el resto y me dirigí hacia él al llegar a su altura. “Soy muy viejo para subir tan alto” se disculpaba. Yo no entendía. Hasta que de una bolsa sacó dos latas frías de cerveza y un sobre “Happy Birthday, Maria”.

Efharisto Terry!.

Las noches de Chora

DSC_0454Las noches de Chora “no son para mi”.
Las tradicionales casitas blancas se convierten en discotecas estrepitosas ante las que se agolpan chicos y chicas, ellas exuberantemente mini-vestidas, ellos vulgarmente semi-desnudos.
Las tranquilas calles empedradas que durante la tarde se llenan de sillas dónde gentes de todas las edades juegan al ajedrez o al backgammon, se transforman tras la puesta del sol en una pasarela por las que las chicas se tambalean sobre sus tacones y los chicos…también 😉

Las puestas de sol, son no obstante el único (y sublime) momento del día de convivencia entre generaciones, culturas, foráneos y locales.
Como si convocaran un “todos a sus puestos”, apenas empieza a caer el sol, nos dirigimos en masa a los puntos más altos que tenemos a mano, para celebrar el espectáculo. Desde una colina vemos los grupos de la que tenemos enfrente, las terrazas, los tejados a los que la gente se encarama. Todos, con la mirada fija en el astro rey. Todo acaba con aplausos y euforia colectiva. Un poco “Paz y Amor” pero bonito, la verdad.

A partir de ese momento empieza el desenfreno. Me recomendaron unos cuantos bares locales, dónde no dejan entrar a turistas, y en mi imaginación se formó algo más acogedor –a pesar de las restricciones de entrada-, más comprensible –a pesar de la cultura- , pero alguien me recomendó no ir. “Los de aquí, son aún más salvajes que los de fuera”. Debe ser el viento, incansable, que zumba día y noche sin tregua, en la isla.

Chora es un espectacular enjambre de edificaciones bajas, apenas un par de pisos, encaramadas en la ladera de una montaña, de forma que sus calles son un laberinto de escaleras y cuestas empinadas que conectan los tejados de unas casas con los techos de otras. El espacio privado y el público se confunden. A veces una calle desemboca sin ninguna barrera visible en el patio privado de una casa y subiendo unas escaleras que parecería que conducen al primer piso de la vivienda, apareces en el nivel superior de un callejón público. Tardé un par de días en aprender el camino a “casa” sin perderme.

En las pequeñas ermitas que hay salpicadas por todo el pueblo, hay un cartel que dice algo así como “Prohibido subirse al techo [abobedado –un juego tentador, la verdad-]. Esto es un lugar sagrado que merece respeto. Y en cualquier caso, es peligroso para tu integridad física porque la bóveda es antigua y puede ceder bajo tus pies [por si el primer argumento era insuficiente]”. Mis rondas nocturnas, me han confirmado que ambos argumentos son tristemente insuficientes.

Una noche, siguiendo los consejos del dueño de la Taverna Nest, dónde ceno cuando el Katogi está hasta la bandera, encontré una plaza, dónde a partir de la medianoche, se descuelgan las guitarras y la gente corea canciones tradicionales. Los que no cantan mueven la cabeza y los labios siguiendo una letra incomprensible para mi, pero en el lenguaje universal de la música, nos invade un sentimiento común.

Señalé con el dedo la bebida que más circulaba por allí. El camarero exclamó un “UUuuhhhh” (yo sonreí ingenua), vertió miel en una jarra, le echó un líquido (después me dijo que era Grappa) un chorrito de limón y lo calentó al vapor de la cafetera.
Me abrasé la garganta, y se me licuaron los ojos, la música sonaba mejor, y con un par de vasos más me veía capaz hasta de entender las letras, pero a estas alturas una conoce sus límites así que me despedí a tiempo de mis decepcionados colegas de barra y volví a perderme camino de casa.

Katogi

DSC_0729Hay por aquí otro paraíso. Este es gastronómico.
Los primeros días había «subsistido» a base de empanadas de pita, crepes, o alguna comida apresurada y desencantada. Me sentía hambrienta y desganada a la vez. Hasta que una noche, me di de bruces con “Katogi”, desde fuera un patio escondido bajo unas escaleras, al que nunca entrarías sin intención de allanar morada ajena.

Al asomar la cabeza, una chica me hizo un gesto con el brazo y me invitó a sentarme en una de las mesas del patio. Un espacio al aire libre, cubierto por una enredadera y que antecedía a una casa antigua (casi una cueva) dónde se encontraba el restaurante.

Hay apenas una decena de mesas de madera serpenteando el callejón, enarbolado de macetas, farolillos, velas, coronas de flores, jaulas vacías. Otra dimensión: Dejar atrás el mundo de la musica-ruido, de la comida rápida y de las luces locas. Será otra “reserva protegida”, acogedora, sensual. Ella lo es, la mujer que me invita a entrar. Es joven, alta, espigada, atlética pero de formas suaves. El pelo negro y lacio le cae por la espalda agresivamente tatuada. Parece una rockera dura pero sus ojos verdes son dulces y alegres. Sin duda una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida.

Me acomoda en una mesa pequeña entre el final del callejón y el inicio de la cavidad de la piedra. Mi asiento también es de piedra. Un montículo que sobresale de la pared y sobre el que hay una esterilla y un par de cojines de ganchillo. Sucios pero sin ofender.

Suena una música embriagadora. No sé que es, algo entre Demis Roussos i Dulce Pontes (que me perdonen todos los posibles aludidos). Una voz femenina que evoca todas las posibles veladas desde Cádiz a Estambul.

Después de concentrarme en la carta unos minutos, me rindo y dejo que ella me aconseje. Da igual, a estas alturas he decidido que cenaré aquí todas las noches y jugaré con cada una de estas delicias.
Escogemos un trozo de feta rebozado y servido sobre una lecho de miel y un arroz con champiñones y crema de queso.

Mientras espero, las mesas se van llenando. Todos se conocen, todos se saludan y se besan efusivamente, entre ellos y con la bella camarera. Me siento una intrusa. A pesar de las miradas complacientes y de sutiles gestos de saludo, me siento como si me hubiera colado en una fiesta a la que nadie me ha invitado.

A cada bocado que doy, siento como si la sangre volviera a mis venas. Suspiros ahogados en pudor. Exquisito.
Es difícil describir las sensaciones que esa comida causa en mi espíritu: por un momento, dejo de sentirme una extraña, como si el hecho de compartir con aquellos desconocidos el deleite gastronómico, nos uniera a todos en un rito ancestral.

La gente se levanta de una mesa y se acomoda en otra, como en las bodas, dónde tras el café o la tarta, los invitados rompen el protocolo que les ha hecho compartir mesa con aquellos que atendían más a un criterio (casi siempre delirante) de política familiar, que de afinidades personales.

Yo sigo en mi mesa, claro. Observo discretamente. Escribo. Y tras un tiempo prudente, pido la cuenta. Pasados los efectos del trance, vuelvo a sentirme fuera de lugar, porque esto no es un restaurante, es algo así como un club social. Insisto con la cuenta, Eva (el nombre provisional de la camarera) me ignora. Salta de mesa en mesa, se mueve tan rápido que parece que baile.
Vuelvo a insistir y esta vez señalo a la gente que espera mesa al final del callejón. Se detiene, me sonríe. “Tranquila. Tómate tu tiempo. Disfruta”. Debe ser un mantra del lugar (o debería serlo)

De vuelta, en vez de la cuenta, me trae una jarra de latón con vino. “Disfruta”. Me vuelve a sonreír y se aleja danzando entre las mesas.