Los sueños de la Pincoya

pincoyaYa el último día de estancia en la isla quería visitar el parque nacional de Chiloé y desde allí ver el Pacífico. “Mar antiguo, madre salvaje…”.

El plan era levantarse pronto y aprovechar el día, para finalizarlo de nuevo en el continente, durmiendo cerca del aeropuerto de Puerto Montt, para no correr riesgos con el vuelo de vuelta a Santiago.

Tras el desayuno, por fin, Cristian y yo tuvimos un largo rato de charla. Se disculpaba constantemente por no haber podido estar conmigo, pero no hacía falta, lo que vive es lo más parecido a un arranque de muchos de mis proyectos y comprendo perfectamente la situación.

Se encuentra en un punto de inflexión de su vida (hace tiempo que presiento que yo también). Él desea echar el ancla y le deseo lo mejor, pero las almas inquietas y apasionadas, me temo,  están condenadas a vivir a la deriva, a sucumbir al frenesí creador, intenso, arriesgado, agotador, a veces mortal (se puede morir tantas veces!), siempre regenerador. No hay paz, o no la hay durante mucho tiempo, y no estoy segura de que sea una elección.

 

Entre unas cosas y otras, salí del hotel como a las 13h.  Camino del parque me fui parando en varios pueblos, el más llamativo, Chonchi, con su pintoresca iglesia (una de las decenas de ellas, todas de madera, repartidas por toda la isla y que forman parte de un circuito turístico reconocido como patrimonio de la humanidad).

 

Una mujer, a la que le compré un chaleco de lana para mi padre, me dio a probar Licor de Oro, un trago muy típico de Chiloé, hecho a base de leche, canela, limón y azúcar.

Paseando, me topé con otro lugar encantador: Café Sueños de la Pincoya, donde se toma un café exquisito y venden además, rosquillas y galletas caseras.  Acaban de abrir hace apenas unas semanas así que espero que les vaya tan bien como se merecen.

Eran ya las 15h de la tarde y la mujer de la Pincoya me recomendó (algo obvio por otro lado) que si quería ir al parque fuera derechito, sin mirar a los lados ni parar en más sitios. Por las tardes en Chiloé se levanta temporal y aquella zona, es especialmente vulnerable a los vientos húmedos y violentos del Pacífico.

Ni qué decir que terminé haciendo las rutas por el parque bajo una intensa lluvia, que acrecentaba el ambiente fantasmal de los caminos a través del bosque.

 

La Pincoya es uno de los seres mitológicos que habitan Chiloé.  Mujer de belleza extraordinaria que personifica la fertilidad de las costas y sus especies marinas.  Los pescadores, la observan a veces sobre las rocas, peinando su larga cabellera y algunos, no resisten la fuerza de sus encantos.

Oí en Dalcahue como una tendera le explicaba a unos turistas, que a veces algún hombre del pueblo desaparece un par de noches….”Se los lleva la Pincoya”.

 

Seguí hacia el parque y pude contemplar emocionada, finalmente el Pacífico. El resto fue volver.

el pacifico

El parabrisas no conseguía aclarar la visibilidad. Un fuerte temporal de vuelta me acompañó durante todo el trayecto, primero bordeando el lago Huillinco, después por la ruta 5 hacia el norte a tomar de nuevo el transbordador hacia el continente.  Me habían dicho que funcionaba toda la noche, pero hasta que no llegué al embarcadero ya a oscuras, no empecé a relajarme.

 

Las luces de la isla se alejaban tras nosotros.

En cubierta, me calentaba con un café con leche y unas barritas de chocolate que había salido corriendo a comprar a un puesto del muelle, mientras los del barco me apuraban para zarpar.

Los viajes están hechos de muchas cosas: de lugares, de gentes, de olores, de músicas…pero sobretodo de lo que una lleva dentro. Viajar te enfrenta a quien eres (es quizás el principal riesgo), pero te reconstruye, te enseña, te orienta, te expande.

Se deslizaba el mar negro ante nuestras miradas perdidas en la lejanía. Aquí, juntos sobre esta cubierta, circunstancial, durante estos 45 minutos de trayecto necesario, cada uno con su propio viaje , en su propio trance.

A mi, este pequeño trayecto, me devuelve a la vida cotidiana, me despide de un gran viaje, sella una experiencia única.

 

Hasta la próxima.

Chiloé

ChiloéEl día de navidad entré en Chiloé. El archipiélago donde el agua y el viento  curten la tez de los marineros, los seres mitológicos brindan con licores mágicos con las gentes sencillas, y las suaves colinas besan el mar entregándole su espeso manto verde a ritmo de mareas o oleajes.

Pisaba por primera vez esta tierra mítica por tanto tiempo evocada. Lo hice dormida, en el transbordador donde vehículos y viandantes se agolpan para cruzar el estrecho de Chacao.

El trayecto dura unos 45min, pero a mi me pareció que hacía dos segundos que había cerrado los ojos en el asiento del coche, cuando el golpe de tocar tierra me despertó bruscamente.

Llovía. Como si hubiéramos cambiado de mundo en un pestañear. De clima, de topografía. Algo desorientada me dirigí a Ancud, al noroeste de la gran isla.

El día dio para poco más. Seguí durmiendo el súbito cansancio en la habitación más increíble en la que he dormido nunca (en el hostal Nuevo Mundo) y bajé ya tarde a prepararme un té a la cocina común del albergue, donde los otros viajeros (de diversas nacionalidades y edades) leían, escribían o conversaban en voz baja.  Me pareció una estampa entrañable.

 

Al día siguiente fui a navegar desde Puñihuil a los islotes donde habitan los pingüinos. Esta es la única zona del mundo donde conviven dos especies. De aquí hacia el norte, la corriente de Humboldt acoge a los pingüinos del mismo nombre y hacia el sur, navegan los Magallánicos, pero en Chiloé confluyen las dos corrientes, así que se da esta rareza de convivencia.

Seguí rumbo a Castro, la capital de Chiloé y el punto de referencia para buscar, ya por carreteras secundarias y caminos, el hotel donde, por intermediación de un amigo, me esperaban.

Hay que ir con cuidado por la isla. Fuera de la RUTA 5 (la autovía principal que cruza la isla de norte a sur), todo lo demás son rutas para todo tipo de tránsitos. Y es fácil encontrarse con grupos de gente o ganado recorriendo el asfalto, como si el nuevo pavimento fuera una anécdota que facilita la conducción de autos, pero que no impide que ellos sigan usando esas vías de la misma manera de siempre. Tuve que frenar en seco más de una vez tras una curva o un cambio de rasante. La comitiva, no cruzaba la carretera, sencilla y tranquilamente la usaban, en el mismo sentido que yo, sólo que a otra velocidad.  Así que en Chiloé, frené.

 

Llegué al Centro de Ocio a media tarde y me pareció entrar en un oasis. Después de hostales, cabañas, polvo, carretera, sudor, mochila, barritas energéticas,…aquel lugar exquisito, detallista, inmaculado, me provocó un impacto sensorial de primer orden.

No tenían clientes hasta fin de año, que reabren a lo grande, con un lleno total, y con nuevas instalaciones que terminan, frenéticamente, estos días.

Yo esperaba acomodarme en cualquier sitio, como una visita discreta, pero en realidad me trataron como una cliente vip. Mi habitación preparadísima con sábanas de mil hilos para el cuerpo cansado, el set de cosmética para mi piel reseca y unas vistas sobre el fiordo de Castro para no poder dormir.

El chef, Carlos y las camareras, en sus puestos durante el desayuno y la cena, como si el salón estuviera lleno de gente. La calidez de un hogar y el servicio de un 5 estrellas. Una combinación poderosa, que agradecí compartir con nuevos huéspedes, que empezaron a llegar al día siguiente.

Cristian, el director del centro, me dejó en manos de Yonni, el administrador y responsable de la operativa de todo el proyecto.  Mi anfitrión, a medio camino entre lo profesional y lo familiar, con su presencia constante y discreta, me explicó detalle a detalle, el proceso de desarrollo de todo este mundo, que resulta ser algo más que un hotel.

Mantienen una relación sistémica con el entorno y la comunidad. Productos de la tierra que ellos mismos cultivan, animales de crianza que compran a sus vecinos, materiales naturales autóctonos, trabajados por manos nativas. Todo tiene un sentido más allá del indiscutible estético, todo tiene “una onda” como ellos dicen que se transmite al que llega, desde el mismísimo momento de cruzar bajo los dos grandes palos de madera chilota que dan paso al porche del edificio central.

 

Al día siguiente, tras un enorme esfuerzo por salir de esa cama,  visité Dalcahue y crucé el canal del mismo nombre para adentrarme en las islas menores : Curaco de Velez, Achao y Quinchao, La iglesia de este último, Nuestra Señora de la Gracia, es la más grande una de las más antiguas (finales del XIX) de Chiloé. No recuerdo datos de memoria (nos entregaremos a San Google) y yo creo que es porque la mujer que atiende a los turistas, habló una hora seguida sin respirar. Los primeros minutos de la historia de la iglesia y el resto de su propia vida, su familia, sus vecinos, y sus vicisitudes con el párroco y el alcalde. Estábamos las dos solas, y me pareció que aquel torrente de información me había estado esperando allí durante mucho tiempo y que haber empezado a aprender a frenar, ahora me servía, para escuchar como la ocasión merecía.

De nuevo en Dalcahue, visité las cocinerías que dan al canal, frente al mercado de artesanía. Un festival de olores y sabores, donde a cualquier hora te pueden servir un caldo de marisco o un curanto de olla, un enorme trozo de salmón frito o una merluza austral.

Yo me tomé apenas una sopita para no despreciar más tarde la exquisita cocina de Carlos, y sus vinos y licores para la tertulia.

 

Le pregunté a Yonni si estaba de acuerdo con el controvertido puente que se va a construir para unir Chiloé con el continente. Alguien en Santiago me dijo “fíjate bien en Chiloé, dentro de 5 años, será muy distinto”. A Yonni eso de perder la identidad por estar menos aislados le parece una estupidez, que “depende de lo lejos que estés de los problemas reales que aquí tenemos”. En Chiloé no hay hospitales, ni especialistas (a veces la gente muere en el transbordador intentando llegar a Puerto Montt), no hay buenas universidades, y eso evita que los buenos profesionales vengan a instalarse con sus familias.

Es verdad que la adversidad colectiva genera rasgos culturales muy marcados pero para Yonni, nada incompatible con el progreso necesario en esta orgullosa tierra austral.

A orillas del Llanquihue

Ensenada es tan pequeño que casi me lo paso de largo. En realidad, tuve que dar media vuelta al ver que donde yo esperaba una población (la más cercana al parque natural Vicente Pérez Rosales) apenas terminaba una hilera de cabañas a ambos lados de la carretera.

Paré en un restaurante (enorme para la proporción del lugar) en el lado de la Carretera que da al lago Llanquihue. Desde las mesas sobre la arena,  se podía contemplar, cerquísima, la majestuosidad del Osorno.

Apenas había nadie, un grupo de hombres con grandes mochilas y el personal del lugar. Una de ellas, una mujer de una calidez reconfortante, me preparó un zumo multifrutas y me recomendó las cabañas contiguas para pasar la noche.

Decidí quedarme esa y la noche del 24. Había pensado que pasaría la NocheBuena ya en Chiloé, pero la cabaña era tan bonita, que me pareció perfecta para el momento. Grande para una sola persona, pero me arreglaron el precio, porque son días en que la gente está en sus propias “cabañas” y no esperaban a nadie.

Dediqué el resto del día a visitar los Saltos de Petrohué y el lago de Todos lo Santos, donde dicen que si te bañas (y superas el resfriado) tienes suerte de por vida.

 

De vuelta a Ensenada, compré en un mini-mercado algo de comida con el poco efectivo que tenía. No hay un cajero en 50km a la redonda y en las cabañas no aceptan tarjeta. Mal cálculo de urbanita europea. Así que al día siguiente, nada más levantarme me fui a Puerto Varas, a pasar el día, rodeando el lago Llanquihue, uno de los más grandes de Sudamérica.

La carretera, estrecha y sinuosa, el verde intenso a un lado, el azul al otro, el sol inundándolo todo.

osorno

Es un día mágico. Lo es porque la gente lo decide y así lo vive, estés donde estés. En los establecimientos nos despedimos con un “felices pascuas”. He visto a varios viajeros por Puerto Varas, con el mismo gorrito de Papanoel que llevo yo. Nos miramos cómplices. Vete a saber las razones por las que cada uno de nosotros anda lejos de los suyos, improvisando un hogar en cualquier lugar,  resistiéndose a sucumbir demasiado al espíritu navideño, pero con cierta necesidad de no vivir del todo al margen de ello;  de mantener rituales, de hablar , aunque sea en la distancia, con los seres queridos, declararnos afecto; lamentar, por muy libre que uno se sienta, no estar allí con ellos; necesidad de cuidar los detalles (en medio de la irrelevancia formal), aunque sea abriendo con un precario sacacorchos una botella de vino y brindando por el mundo a la luz de una vela.

Almorcé en Frutillar, donde compré queso de cabra y unos chocolates artesanales para la cena,  y volví bordeando de nuevo el lago, hacia Ensenada.

 

Aún calentaba algo el sol así que decidí dar un paseo por la playa, antes de que cayera la noche.

Me puse el bañador, encima el albornoz por si me daba por bañarme, y caminé por la orilla.

No fui consciente de mi aspecto hasta que unos niños desde la arena gritaron señalándome: “Mira papá, el Viejito Pascuero, el Viejito Pascuero!!” (versión chilena de Santa Claus).

Mi albornoz es rojo, y llevaba aún el gorrito navideño. Los padres hicieron el resto, ayudando a acrecentar la ilusión “claro!, ves como tienes que portarte bien” :-/

El episodio se sucedió varias veces durante el paseo por la larga playa, pero yo , ya metida en mi papel, levantaba la mano, como desde una carroza, saludando a los excitados niños.

Si lo intento preparar, no me sale mejor.

Ni se me ocurrió bañarme, ante tanta expectación.

A la vuelta, me pasé de largo de mis cabañas y caminé y caminé hasta que se terminó la playa. No tuve más remedio que salir a la carretera, a través de un callejón de pinos, y volver hacia atrás. Efectivamente, me había pasado como 1 km.

Ahora, así vestida y sin la protección del “contexto playa”, el cuadro era más patético.(esto no es Sitges, que puedes ir en bolas encima de una bici y nadie se gira a mirarte).

Los coches me pitaban y una patrulla de carabineros redujo su velocidad para hacerme una señal interrogatoria de si todo estaba bien. Contesté que sí, sin mirarles.

Llegué finalmente a las cabañas, y el señor propietario, me miró desde el porche de su cabaña, por encima de sus gafas. Me pareció que se le escapaba una sonrisa, pero no creo, porque es bastante cascarrabias.

cabaña llanquihueMe duché para sacudirme el polvo y la vergüenza y preparé mi cena de navidad.

Sobre las once, como habíamos quedado, pasé a visitar a las camareras del restaurante de al lado. Como era de esperar estaba vacío, sólo ellas en su fiesta particular. Me sirvieron té y me invitaron a comer de todos los pasteles que tenían sobre una mesa a modo de exposición a los potenciales clientes.  Escogí una Kuchen de manzana, que aunque no me matan, no podía irme de aquel lugar medio chileno medio alemán, sin probar una.

Estuvimos un buen rato charlando de nada importante, cada una con su historia, con su lucha, con sus ilusiones.

Contando anécdotas, una de las jóvenes comentó que desde su coche, habían visto a una mujer por la carretera, descalza, con una bata roja…. Cuando les dije que era yo, estallamos en risas, mientras les intentaba explicar el cuento entero.

Me contaron que el señor de las cabañas en el pasado, fue el máximo responsable de carabineros del pueblo(no recuerdo la graduación –mi ignorancia es proporcional a mi desinterés en estas cosas). Quizás por eso, se le quedó el mal gesto, como deformación profesional.

Finalmente, nos agradecimos mutuamente la improvisada compañía y me fui a dormir…

“a ver qué me trae mañana el Viejito Pascuero”