Ensenada es tan pequeño que casi me lo paso de largo. En realidad, tuve que dar media vuelta al ver que donde yo esperaba una población (la más cercana al parque natural Vicente Pérez Rosales) apenas terminaba una hilera de cabañas a ambos lados de la carretera.
Paré en un restaurante (enorme para la proporción del lugar) en el lado de la Carretera que da al lago Llanquihue. Desde las mesas sobre la arena, se podía contemplar, cerquísima, la majestuosidad del Osorno.
Apenas había nadie, un grupo de hombres con grandes mochilas y el personal del lugar. Una de ellas, una mujer de una calidez reconfortante, me preparó un zumo multifrutas y me recomendó las cabañas contiguas para pasar la noche.
Decidí quedarme esa y la noche del 24. Había pensado que pasaría la NocheBuena ya en Chiloé, pero la cabaña era tan bonita, que me pareció perfecta para el momento. Grande para una sola persona, pero me arreglaron el precio, porque son días en que la gente está en sus propias “cabañas” y no esperaban a nadie.
Dediqué el resto del día a visitar los Saltos de Petrohué y el lago de Todos lo Santos, donde dicen que si te bañas (y superas el resfriado) tienes suerte de por vida.
De vuelta a Ensenada, compré en un mini-mercado algo de comida con el poco efectivo que tenía. No hay un cajero en 50km a la redonda y en las cabañas no aceptan tarjeta. Mal cálculo de urbanita europea. Así que al día siguiente, nada más levantarme me fui a Puerto Varas, a pasar el día, rodeando el lago Llanquihue, uno de los más grandes de Sudamérica.
La carretera, estrecha y sinuosa, el verde intenso a un lado, el azul al otro, el sol inundándolo todo.
Es un día mágico. Lo es porque la gente lo decide y así lo vive, estés donde estés. En los establecimientos nos despedimos con un “felices pascuas”. He visto a varios viajeros por Puerto Varas, con el mismo gorrito de Papanoel que llevo yo. Nos miramos cómplices. Vete a saber las razones por las que cada uno de nosotros anda lejos de los suyos, improvisando un hogar en cualquier lugar, resistiéndose a sucumbir demasiado al espíritu navideño, pero con cierta necesidad de no vivir del todo al margen de ello; de mantener rituales, de hablar , aunque sea en la distancia, con los seres queridos, declararnos afecto; lamentar, por muy libre que uno se sienta, no estar allí con ellos; necesidad de cuidar los detalles (en medio de la irrelevancia formal), aunque sea abriendo con un precario sacacorchos una botella de vino y brindando por el mundo a la luz de una vela.
Almorcé en Frutillar, donde compré queso de cabra y unos chocolates artesanales para la cena, y volví bordeando de nuevo el lago, hacia Ensenada.
Aún calentaba algo el sol así que decidí dar un paseo por la playa, antes de que cayera la noche.
Me puse el bañador, encima el albornoz por si me daba por bañarme, y caminé por la orilla.
No fui consciente de mi aspecto hasta que unos niños desde la arena gritaron señalándome: “Mira papá, el Viejito Pascuero, el Viejito Pascuero!!” (versión chilena de Santa Claus).
Mi albornoz es rojo, y llevaba aún el gorrito navideño. Los padres hicieron el resto, ayudando a acrecentar la ilusión “claro!, ves como tienes que portarte bien” :-/
El episodio se sucedió varias veces durante el paseo por la larga playa, pero yo , ya metida en mi papel, levantaba la mano, como desde una carroza, saludando a los excitados niños.
Si lo intento preparar, no me sale mejor.
Ni se me ocurrió bañarme, ante tanta expectación.
A la vuelta, me pasé de largo de mis cabañas y caminé y caminé hasta que se terminó la playa. No tuve más remedio que salir a la carretera, a través de un callejón de pinos, y volver hacia atrás. Efectivamente, me había pasado como 1 km.
Ahora, así vestida y sin la protección del “contexto playa”, el cuadro era más patético.(esto no es Sitges, que puedes ir en bolas encima de una bici y nadie se gira a mirarte).
Los coches me pitaban y una patrulla de carabineros redujo su velocidad para hacerme una señal interrogatoria de si todo estaba bien. Contesté que sí, sin mirarles.
Llegué finalmente a las cabañas, y el señor propietario, me miró desde el porche de su cabaña, por encima de sus gafas. Me pareció que se le escapaba una sonrisa, pero no creo, porque es bastante cascarrabias.
Me duché para sacudirme el polvo y la vergüenza y preparé mi cena de navidad.
Sobre las once, como habíamos quedado, pasé a visitar a las camareras del restaurante de al lado. Como era de esperar estaba vacío, sólo ellas en su fiesta particular. Me sirvieron té y me invitaron a comer de todos los pasteles que tenían sobre una mesa a modo de exposición a los potenciales clientes. Escogí una Kuchen de manzana, que aunque no me matan, no podía irme de aquel lugar medio chileno medio alemán, sin probar una.
Estuvimos un buen rato charlando de nada importante, cada una con su historia, con su lucha, con sus ilusiones.
Contando anécdotas, una de las jóvenes comentó que desde su coche, habían visto a una mujer por la carretera, descalza, con una bata roja…. Cuando les dije que era yo, estallamos en risas, mientras les intentaba explicar el cuento entero.
Me contaron que el señor de las cabañas en el pasado, fue el máximo responsable de carabineros del pueblo(no recuerdo la graduación –mi ignorancia es proporcional a mi desinterés en estas cosas). Quizás por eso, se le quedó el mal gesto, como deformación profesional.
Finalmente, nos agradecimos mutuamente la improvisada compañía y me fui a dormir…
“a ver qué me trae mañana el Viejito Pascuero”
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