Me gusta este aeropuerto, su ambiente, el aspecto de los viajeros.
Puerto Montt se encuentra en un punto estratégico donde llegan, como afluentes a un río, gentes de toda edad y raza, bajada de las montañas, de esos bosques de los que Neruda decía «Quien no conoce el bosque chileno no conoce este planeta. De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo”.
Caras cansadas y quemadas, mochilas enormes de las que cuelgan mil cachibaches, indumentaria de montaña… Parece un refugio andino, pero en realidad es la puerta de llegada y de regreso a nuestras otras vidas, y también por un momento, el cómplice y obligado punto de encuentro de todos los que andamos recorriendo estos senderos a cientos de km a la redonda.
De aquí a Osorno hay 100km y allí me estaban esperando hace dos días, en la central de buses, Valeria, Ana Maria, Fabián y Aníbal.
Pensé que era broma que me iban a recibir con banderas.
Valeria, también pensó- me confesó estos días- que no iba en serio aquello de “Volveré a veros” que le dije a unos ojos ensangrentados a las faldas de aquel volcán.
(Valeria es aquella mujer que yo disfracé de Susana, porque una escribe sin permiso y las historias, cuando son compartidas, no nos pertenecen sólo a nosotros.)
Y aquí estábamos el grupo de nuevo, dispuestos a cerrar el círculo.
Los preparativos del asado nos permitieron estar ocupados, distraídos, permitiendo no precipitarnos con las emociones y las palabras.
La casa de AnaMaría parece la cueva de un Hobbit. En su jardín trasero, desordenado, conviven seres vivos con objetos inertes de lo más curiosos. Se podría pensar que todo cobra vida propia allí, en cuanto los humanos nos damos media vuelta.
Ellas preparaban guacamole y ellos unos choripanes, antes de echar toda la carne al asador.
La velada fue larga. Hablamos, comimos, bebimos hasta bien entrada la madrugada. Al principio, todo giró, supongo que lógicamenta, en torno al día que nos conocimos subiendo el Casablanca y a su tremendo final.
AnaMaria siempre dice “amigos en la montaña, amigos para siempre”, pero cuando una relación cristaliza alrededor de un hecho tan extraordinario, se corre el peligro de quedarnos pegados a él, de convertirlo en el lugar común donde habita aquello que nos une y nos duele a la vez, de volver una y otra vez, para conculcar a los fantasmas.
Me hizo feliz comprobar que no fue así, que una vez satisfecha la necesidad que teníamos de compartir los recuerdos (algunos de un nivel de detalle asombroso), la curiosidad de saber que pasó con cada uno de nosotros las horas y días siguientes al accidente, las emociones (yo traía un gran sentimiento de culpa, que entre todos me curaron radicalmente)…, la conversación se abrió paso a través de la amistad confirmada y sólo nos levantó de la mesa, las ganas de que llegara mañana para volver a la montaña.
Al día siguiente, salimos en dirección a la Cordillera. La jornada transcurrió entre bosques milenarios, lagos, saltos de agua y senderos mágicos. A ratos llovía, a ratos el sol dibujaba sombras encendidas en el recién estrenado otoño.
Recorrimos el Parque Nacional del Puyehue, por la zona de Anticura, a muy pocos km de la frontera argentina. En su última erupción (2011) el volcán había cubierto toda aquella zona de ceniza y por los caminos aún se podía ver una capa compacta, parecida al cemento, bajo nuestros pasos.
De vuelta hacia EntreLagos, tomamos el desvío a las termas de Aguas Calientes
Con las últimas luces del día, y en sentido contrario al resto de la gente, que ya se recogía, nos dirigimos a las mesas de picnic a orillas del rio, desplegamos un elegante mantel blanco con encaje, nos servimos el vino que sobró de la noche en unas copas de cristal totalmente fuera de contexto, y compartimos unos dulces.
Cuando ya no se escuchaban voces alrededor y la oscuridad era ya total, apenas interrumpida por una tormenta eléctrica que se acercaba peligrosamente, AnaMaria se levantó y caminó hacia el río. Había “amenazado” todo el día con bañarnos desnudos en unos pozos de agua caliente que hay por allí, pero no le habíamos hecho mucho caso.
“Voy a ver nomás…”. No se veía nada, pero la seguí. Resbalábamos entre las piedras y había que concentrarse para no meter un pie en algún agujero o caerse al agua, pero la seguí. El resto venía detrás.
Vislumbré que se desnudaba y a continuación se oyó un gemido de placer al sumergirse en el agua caliente. “lo hizo!”.
El resto la seguimos. A tientas y sin saber muy bien donde ibas a caer, cada uno se acomodó, a una distancia decorosa, en su piscinita natural, bajo un indiscreto cielo eléctrico que iluminaba, cada pocos minutos, nuestro éxtasis.
Por pocos minutos no nos pilló allí el aguacero que más tarde nos obligó a detener el coche en el arcén. Ahora ya sé como llueve en el Sur y estuvo bien levantar el culo de la tierra caliente justo a tiempo de no hacer de nuestros viajes algo irremediablemente calamitoso.
Esa noche, en casa esta vez de Valeria, dormí como si no lo hubiera hecho en años.
Hoy lunes, día de despedidas, hemos almorzado juntas las mujeres en un café de Osorno. Exquisito en todos y para todos los sentidos.
Gracias amigos por este encuentro, vuestro afecto, vuestra hospitalidad y vuestras historias, que ya son también un poco mías.
“Volveré a veros”.
sonrisas lágrimas de felicidad han rodado por ahí leyendo tu maravilloso sentido relato de viaje!!!!!!….cuando el día casi casi se va aún estoy sentada leyendo relatos de otroras otros exploradores europeos recorrieron el planeta que mis estudiantes han investigado………ya se vendrá la carretera Austral.!!!!!!….a la distancia el abrazo fuerte y con el mejor de los cariños……hasta veros…..;) amiga para siempre….!!!!
Todo esto y mucho más se encuentra entre montañas, bosques, entre amigos, en el mágico sur de Chile…