Hoy ha vuelto a amanecer un día soleado. He dejado la toalla un buen rato estirada en el patio, para que acumulara sol, he pedido que prendieran el calefactor y he aprovechado la mañana soleada para darme una ducha caliente, por fin.
Hoy es el día de la Quinua, convenía sol y viento moderado y así nos han entregado el día las diosas aymaras.
Al llegar a casa de Marina, hemos visto el arcoíris que formaban los chales ya teñidos, al sol. La encontramos ventando el grano. Su oscura silueta en primer plano, tras ella, la infinita planicie, blanquecina a esas horas por el sol deslumbrante, que se extiende como continuación natural de las casas del pueblo. Está parada frente a un saco abierto de varios quilos de grano y con una palangana lo va recogiendo y devolviéndolo poco a poco al montón sobre el suelo. En el proceso, el viento se lleva lo que se tiene que llevar. Realiza los movimientos incansable, como en una danza ancestral de comunión con la Pachamama.
Nos acercamos a ella y la saludamos. El olor intenso como a palomitas tostadas nos invade. Aspiro el aire mientras reparo en que el paraíso empieza justo tras el muro del patio de su casa, primero el llano, cubierto de un tímido manto vegetal, más allá el salar: aquello que un día fue fondo marino y hoy es un desierto de sal incompatible con la vida, pero talismán de soñadores. Se acerca una llama, como si fuera un animal exótico de uno de esos cuentos de mundos mágicos, luego llegan más, una manada entera de estos animales mitad cabras mitad camellos. El cielo azul brillante, el aire limpio, los relieves nítidos, es como si te hubieras puesto unas gafas que aumentan la intensidad de los colores. Será el “mal” de altura.
Marina nos invitará a almorzar la quinua que ahora limpia, y la que serirá de actividad vehicular para pasarnos horas conversando.
Una vez se han limpiado los granos al viento hay que lavarlos. Nos sentamos sobre piedras para acomodar la postura y vamos vertiendo agua mientras ella remueve el grano vertido, que desprende un líquido al principio color café y cada vez más claro.
El agua sucia se vierte al suelo y a medida que empieza a clarear, se devuelve al saco original junto con el grano. Con un movimiento circular hipnótico, cada vez queda menos quinua en la palangana y a modo del que busca pepitas de oro, van apareciendo en el fondo del recipiente partículas negras de tierra. Al final con al último chorro de agua lanza el material sobrante al suelo, sin que se pierda un solo grano de quinua!.
Al final, el saco de rafia se sumerge en un barreño lleno de agua y se agita para depurar el lavado.
Estamos unas dos horas con ese sortilegio.
De su historia (personal e intransferible) se trasluce algunos rasgos de las tradiciones aymaras. Ellas tejen, ellos siembran, ellas preparan los productos que da la tierra, ellos hilan la lana. Es oficialmente una organización social patriarcal pero sustentado por la capacidad de trabajo y cooperación de las mujeres. Viven del cultivo, básicamente de quinua, papas y cebada, y de la cría de animales: llamas, alpacas, ovejas. Viven en sus propios terrenos dónde levantan sus propias casas. Usan la moneda nacional, que obtienen de vender artesanía a los que pasamos por aquí y en ferias en las ciudades. Con ese dinero consiguen lo que la tierra no provee, a saber, grandes pantallas de televisión, celulares, ropas “modernas”, calzado, autos…En cualquier caso, reconforta observar un sistema casi autosuficiente, humano, natural, precario, digno.
A la hora del almuerzo entramos en la casa, apenas cuatro paredes de piedra y los enseres mínimos. Marina cocina la Quinua, que dicen que tiene propiedades mágicas. La mezclamos con palta, tomate y un poco de atún en lata. Exquisita, aunque sólo sea por variar un poco la dieta de los últimos días.
Antes de que nos entre sueño, volvemos a salir al patio y seguimos limpiando sacos de quinua. Cuando el viento de la tarde empieza a ser demasiado incómodo y la temperatura empieza a bajar nos despedimos y cada una se refugia en su morada.
El día, ha consistido, casi por entero, a limpiar granos de quinua. Horas y horas concentrada en una actividad rutinaria mientras el sol trazaba su arco sobre nosotras, y a pesar de ello y de forma totalmente increíble para alguien entregada a la hiperactividad como yo, ha sido un día pleno.
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