Estos días se cumple justo un año que aterricé en Chile por primera vez.
Ocurrió sin más, un proyecto que salta de delegación y que te lleva allí donde el cliente lo necesita.
Miquel Serra y yo estuvimos todo el mes de agosto del año pasado (nos acompañó Pilar Conesa unos días) impartiendo formación. Fue intenso, 8 horas día, 30 días seguidos con algún día muerto por ajustes de calendario y festivos sueltos. Casi no hubo tiempo de conocer nada más (y nada menos) que aquello que los alumnos, con sus reflexiones, debates, consejos, cuidados, reacciones, acentos…nos iban transmitiendo de esta cultura y de este país, pero aún así y de esa manera, se fue abriendo el universo infinito de un nuevo país, de una historia, de su gente, de su inalcanzable esencia, de su riqueza.
Terminamos “nuestra pega” y volvimos a casa, pero a mi me quedó la sensación de que soy un poco de aquí. Ahora que pienso, creo que me pasa siempre con todas partes (fui un poco italiana, alemana, griega, mexicana…), pero como ahora toca Chile, pues por qué no entregarse (como se hace con el amor presente respecto a las pasiones pasadas).
Desde entonces he vuelto 4 veces, periodos relativamente largos, proporcionales a la distancia que nos separa, no menos de un mes de permanencia cada vez y coincidiendo tanto como ha sido posible con periodos vacacionales en España para no penalizar los proyectos allí. Así, me voy creando la ilusión de estar en todas partes, con el riesgo de no estar en ninguna, pero con la certeza, cada vez más intensa, de que los proyectos necesitan la diversidad de culturas, lugares y contextos (también económicos) para sobrevivir.
Una vez aquí, dejarse llevar por el carrusel de relaciones, circuitos sociales, agendas profesionales, conexiones mágicas (otras improbables, otras imposibles, interesadas, auténticas, coyunturales, eternas) sin resistirse mucho, disfrutando y aprendiendo constantemente de un nuevo lugar, de los códigos de un país con el que compartimos muchas cosas, pero con un carácter propio, a veces indescifrable; a veces sorprendente para el que llega sobredimensionando la lengua común como factor de identificación cultural; a veces hostil; a menudo cálido y acogedor.
Al llegar hace unos días, me dirigí, al Café del Museo , un lugar recurrente, confortable, de trato familiar, y con la mejor cheescake que me probado en mi vida. Al llegar me recibió un genuino abrazo de Pablo, el alma del local: “Dijiste que volverías en agosto!. Es día 1 a las 9:00h y aquí estas!”. Obviamente la coincidencia tiene más que ver con la logística del viaje que con el respeto a una promesa, pero es agradable sentirse tan en casa cuando en realidad estás tan lejos.
Suelo instalarme por el barrio de Lastarria (Calle Merced, Monjitas, Cerro de SantaLucía, Museo BellasArtes). Es una zona popular, lejos del centro de negocios (Las Condes, Providencia) y de los Barrios residenciales (El Golf, Vitacura, La Dehesa). Este es un lugar caótico, en pleno centro, lleno de cafés entrañables, galerías de arte, tiendas de diseño, restaurantes para todos los gustos (según Gabriela, Kintaro es el mejor y más antiguo japonés de la ciudad), cercano a La Moneda y el Mercado Central, fronterizo con calles por las que mejor no transitar a partir de ciertas horas, pero seguro si conoces los límites y andas con cuidado.
Un barrio al que no vienen nunca muchas de las personas con las que me reúno o trabajo durante el día, o al menos, con ello ha bromeado alguno («¿dónde vives?» «en un barrio al que tú no te has acercado en la vida» contestaba otro por mi), en este estratificado mundo chileno.
Aquí viven también Ikuska y Gabriela. Aquí está también la casa Zurita , la tienda taller de Gabi, así que resulta fácil encontrase sin quedar, o acabar el día coincidiendo en el café del Museo, dónde suelo instalarme a trabajar y dónde mantenemos reuniones de trabajo con colegas o clientes.
Reparto el tiempo entre actividad profesional (gracias a muchas de las conexiones mágicas ya mencionadas) y el ocio cultural, viajes por el país y cierta inquietud exploradora que hace que nunca me pare demasiado tiempo en el mismo sitio. Esta vez me dejo llevar por Gabriela (nos conocimos en Atacama en abril) a Colchane , un pueblecito en la cordillera, fronterizo con Bolivia. Nos vamos a casa de unas tejedoras Aymaras, a convivir (será a sobrevivir para mi) a casi 4.000mt de altitud.
Allí nos vemos.
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