Aquí arriba la vida transcurre a cámara lenta. Incluso hablar es un esfuerzo, lo que resulta un buen entrenamiento para allá abajo.
Gabriela había medio bromeado antes de llegar al decirme “no hables español”, “y entonces?”, “de hecho, mejor no hables, que se nota demasiado que no eres de aquí, y no es lugar para gringos”. Así que mi incapacidad de gestionar la escasez de oxígeno bien pudo pasar por prudencia y respeto.
Salimos el jueves de Santiago rumbo a Iquique. El día había sido ajetreado así que hubo que correr al final para cambiarse a toda prisa el traje chaqueta por ropa de montaña, armar sin mucho tino una mochila poco convencional y salir hacia el aeropuerto.
Apenas pudimos ver nada de Iquique, tan solo el recorrido por los barrios antiguos salteados de casitas de madera de colores (recordaba a la también costera Valparaíso) y la central de autobuses, dónde es fácil desorientarse entre lugareños, visitantes, sacos, cajas, bolsas, pasajeros, vendedores ambulantes, guardianes del “orden”…. Nuestras mochilas pesaban demasiado, así que nos movíamos con dificultad por aquel submundo. Añadid una botella de 2 litros de agua cada una, en la que habíamos disuelto un compuesto de sales para aumentar el efecto hidratante (esencial parece ser a determinada altura) del agua, que había tomado un gusto a medicina horrible.
Uno de aquellos autobuses (Vete tu a saber cual y a quien preguntar), nos llevaría a Colchane, casi 300km por la ruta que pasa a Bolivia. De hecho Colchane es el paso oficial en los andes entre los dos países, así que el autobús era como una lanzadera de mercaderías y transeúntes en un efervescente trasiego fronterizo.
Nos acomodamos en unos asientos polvorientos pero confortables e iniciamos el camino. Me entró en seguida un gran sopor y fui dormitando casi todo el camino. Quería ver el paisaje, pero no conseguía mantenerme despierta. De vez en cuando Gabriela me daba un codazo al pasar por las antiguas oficinas salitreras o por las montañas con jeroglíficos ancestrales, pero yo apenas miraba, le decía que sí, le daba un trago penitente al agua salinizada y volvía a un sueño profundo.
Al cabo de 4 horas llegamos a Colchane. El autobús se para. El cochero tira en la cuneta los bultos. Sales atontada. El aire sopla tan fuerte que apenas se puede oír nada más. Mis bolsas? Sus bolsas? Y el saco? Allá? Algo más? No? Seguro que esto es Colchane?!! Sí señora!.
Nos abrigamos bien, hace sol, pero estamos a casi 4.000 mt. Y los vientos de la tarde soplan implacables. Colchane, en la provincia del Tamarugal, región de Tarapacá, es sólo una calle. A ambos lados una fila irregular de casas de adobe y piedra, finalizan en el paso fronterizo con Bolivia. Hay un puesto de carabineros, un colegio, posta, hotel (fantasma) y un hostal (“El camino del Inca”). Todos esos servicios lo convierten en el centro social y comercial de la zona. Preguntamos por la casa de la Sra. Marina que es quien nos atrae aquí de la mano de Gabriela. Obviamente no resulta difícil dar con ella.
Estamos en territorio aymara. Entramos, con respeto, casi reverencia a una casa en la penumbra. Aquí no hay luz. Se vive en perfecta armonía con el reloj solar. Marina está en cama con un buen resfriado. A pesar de eso nos recibe contenta y nos empieza a contar su peculiar historia. Su hermana ha venido a cuidar de ella, así que nos instalamos en el hostal, a unos metros de su casa.
Un buen campamento base para visitar la zona. La comida (sin posibilidad de escoger) es contundente, sopas, pucheros, guisos, asados, platos grandes para hombres grandes que hacen aquí parada durante sus rutas agotadoras. La carne es de llamo, y pollo principalmente. Yo me abstengo. No confío mucho en mi desubicado sistema inmunológico, así que llevo dos días (y los que quedan) a base de patata, arroz, palta, queso, huevos y ensalada de lechuga y tomate. Alguna sopa de verdura con la que han acompañado el plato fuerte y el anhelado “pansito”, una torta de pan que amasan y hornean aquí mismo todos los días. Mis desayunos comidas y cenas consisten en las creativas combinaciones de esos elementos.
Primer día y controlando el mal de altura, gracias a unas pastillitas de Acetazolamida (que conviene empezar a tomar un par de días antes de subir) y al mate de coca que tomamos varias veces al día. Aún así, a veces respiro hondo como para cerciorarme de que hay suficiente oxígeno disponible. De momento todo va bien, pero hay cambiar hábitos rápidamente. Cruzar la calle alocadamente, saltar de frío, vestirse apresuradamente, buscar debajo de la cama un calcetín perdido…, cualquier movimiento brusco o mínimo esfuerzo físico hace que jadees durante minutos, y que las montañas se pongan a girar alrededor de un fuerte dolor de cabeza que te recuerda que aquí tonterías, las justas.
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