El Spa de Cochiguaz es un concepto extraño de alojamiento. Tiene poco de Spa y mucho de Cochiguaz, pero se entiende la alusión. Un lugar en medio de la nada. Una pequeña explanada encerrada por montaña 360 grados, como un oasis en un hoyo caprichoso entre los cerros.
Varias cabañas de adobe se organizan de forma irregular entre pasillos de piedra, árboles frutales y plantas medicinales (el olor es penetrante desde que llegas). Una piscina descuidada e inservible, un parque infantil que parece que nadie usó jamás, restos de pequeños rincones para el deleite de la naturaleza, no sabes muy bien si en construcción o desestimados, un complejo en definitiva excesivo para una pequeña familia que se esfuerza por mantener el espacio en condiciones estéticas y funcionales aceptables.
Hay cabañas para 4-6 personas, a mi me alojan en una pequeña habitación en una de las edificaciones centrales destinada a las terapias, así que continuamente se oyen cánticos, música mística y olores intensos a plantas aromáticas desde mi cama. Maravilloso.
En el comedor, vegetariano, se desayuna a las 9h, se puede almorzar hasta las 15:30 y a las 18h sirven lo que llaman “las Once”, una cena ligera a base de té, un pan dulce y a escoger palta(aguacate), huevos revueltos o queso de cabra. A las 22h todo se apaga. Todo menos la increíble bóveda de estrellas que coronan los picos que nos rodean.
El sol va descubriendo en cuestión de minutos la montaña que lo enfrenta. Contemplo el espectáculo desde el ventanal del comedor. Un manto dorado se desliza poco a poco desde el pico de la montaña, tragando la tiniebla que aún aguarda en la parte inferior de la pared rocosa. Aun estaba desayunando cuando por las claraboyas del techo entra de golpe y con furia los primeros rayos de sol. La montaña que va naciendo está también completamente iluminada. Me encantaría poder describirlo mejor. Ha sido como un golpe en la nuca.
Como no tengo coche y no sé montar a caballo, he decidido caminar hasta “El Colorado”, 6km por un camino que corre paralelo al río Mágico, que atraviesa varias colinas hacia los glaciales.
Por el camino he descubierto un lugar llamado “la Casa del Agua” un vergel de fuentes y jardines que desembocan en unos pequeños embarcaderos sobre el río. Es un recinto en el que también se pueden alquilar habitaciones. No había nadie. He debido pasarme una hora sentada frente a unos saltos de agua hipnotizantes.
Antes de irme he buscado a alguien a quien pedir un teléfono para futuras visitas. Un hombre me ha acompañado hasta la cabaña de El Administrador. Sergio, de unos 60 años, elegante como sus jardines, buena presencia y actitud anfitriona, me ha enseñado los rincones que no había visto sola. Hemos charlado un buen rato sobre destinos y viajes. “Tienes que venir en verano, nos bañamos en esas pozas naturales, es una gloria”. Debe serlo en verano, porque un rato antes me había descalzado para descolgar los pies en el río y casi se me rompen.
Sigo el camino, cada vez más empinado y seco. Es mediodía y el sol quema. Llevaba ya rato sin ver rastro humano cuando en un recodo del camino aparece, como abandonada, una furgoneta blanca parecida al trasto de Eric. Me paro, miro en todas direcciones y vislumbro una figura oscura saltando entre los peñascos. Levanto la mano, me devuelve el saludo. “Eric, el hombre de las montañas de Cochiguaz”.
Llegué al Colorado jadeante. Hay que preguntar para asegurarse de que uno ha llegado a algún sitio. El Colorado es un terreno dónde se agolpan algunas tiendas, cabañas, edificaciones precarias hechas con las propias manos de los que allí se reúnen, apenas unas decenas de personas. Me adelanto unos pasos y veo un cartel que dice “Pescado frito”. No es nada parecido a un bar ni a una fonda. Es la casa de un matrimonio que me sirve una limonada y me invitan a fumar marihuana. “natural!”, me dicen.
Aún con el mareo a cuestas, William insiste en descalabrarnos por la ladera para enseñarme su poza particular en el río. Lo han dejado todo y se han ido a vivir a la montaña. Viste ropa hindú, pelo canoso largo, una risita nerviosa interrumpe su verborrea hasta el paroxismo. Mientras recorremos su parcela, me explica todo lo que van a construir como si ya existiera. Señala una ciénaga y me presenta un bañera de lodos terapéuticos, apunta hacia un claro entre los árboles y me dice que la próxima vez que venga a visitarles, comeremos en esa terraza sobre el río.
Envidio su alucinante felicidad.
Su mujer me invita a que me quede allí. En un par de horas empieza una ceremonia religiosa, bautizos y ritos para Sta. Teresa de los Andes. Al volver sobre mis pasos veo que efectivamente, algo se prepara allí. Están levantando un altar, han improvisado una tienda de bebidas y helados y el llugar se va llenando de gente y camionetas. Doy un paseo por allí, no hay fotos, me pareció una ofensa. De hecho decido que no pinto nada allí y emprendo camino de regreso.
Cuando llego a la curva donde saludé a Eric, allí sigue su furgoneta. Me acerco. Grito su nombre, y aparece por detrás del coche. Hablamos un rato, le pregunto que hace allí. “Espero aquí para subir y bajar a gente por la montaña”. En ese punto del valle hay cobertura y así lo pueden llamar. Eso y que es zona de paso hacia la fiesta de la tarde en El Colorado y la gente que sube a pie le acaba pidiendo transporte para el último tramo.
Tengo unos pesos y el tiempo justo de llegar al último turno del almuerzo. Me llevarías a casa!?. Claro!, al tiro!.
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