Me gustan los rituales colectivos, y me da relativamente igual el motivo. Lo que me fascina son las dinámicas sociales, vibrando en una misma frecuencia, concentrada en un mismo acontecimiento, ya sea un concierto, una final de la Champions, las doce campanadas de fin de año, el dolor (que a veces se parece más al morbo) ante una catástrofe, el festival de eurovisión (ahora me he pasado!)… unas elecciones generales.
Hoy volvíamos poco a poco a la normalidad, atentos a comentarios y análisis en foros y formatos de lo más diverso. Resaca de la celebración de unas libertades, de las que no disfrutamos hace tanto como para no atribuirles un carácter aún de cierta excepcionalidad.
Pero más allá de la satisfacción de unos, de la decepción de otros, y del escepticismo de muchos, hay algo que falta, o que a mi me falta. Me falta ilusión.
Me considero alguien sensible (muy sensible) al carisma, al liderazgo; sucumbo fácilmente ante la inteligencia; me emociona ver a personas apasionadas por la vida, entregadas a aquello que hacen (En el País Semanal este domingo, Faith Akin decía “Cuando una persona lucha apasionadamente por una causa, se vuelve sexy. Y la inteligencia también los es, muy, muy sexy”), pero hace mucho tiempo, que no me “enamoro” de un político.
Puedo estar de acuerdo con sus planteamientos, afín a su ideología, satisfecha con su gestión, pero nadie consigue conmoverme. Y creo, que un líder político ha de inspirar pasión. “Necesitamos líderes que transformen a colectivos, que trabajen para el ciudadano” dice Carlos Alemany en un artículo de Cinco Dias este fin de semana. Juan José Planes, en a misma publicación: “El presidente de un gobierno, como el de una compañía, debe ser provocador de ideas, de emociones y de sensaciones, debe ser capaz de impulsar”.
La emoción más punzante estos días, fue el grito de «hijos de puta»! de la hija de Isaías Carrasco. Dolor contenido, y expresión políticamente incorrecta, pero que millones de personas teníamos en el pensamiento.
He actuado con convicción política, con lo que entiendo que son mis responsabilidades, he aplicado mi humilde criterio en la elección, pero ninguna emoción intensa positiva que se comparara (imposible de neutralizar) a la rabia apasionada por el asesinato de Isaías.
Me gustaría, al ir a votar, me gustaría entregar algo más que un voto, algo más que un voto racional. Me gustaría ir a las urnas con la ilusión de quien va a una cita amorosa.
Quizás es que me hago mayor.





