Hubo un tiempo, allá por la adolescencia, en que quise ser camionera, así que en momentos como este, delante de 700km de carretera por devorar, me siento como un niño ante un pastel.
Nos vamos a Incinillas, un pueblecito de las merindades de Burgos . Durante el viaje, Kike aguantará paciente –mientras mi hermana y yo berreamos coplas- a que llegue su siempre insuficiente momento de blues. Coincidiremos los tres en algunas joyas de la música de los 80, y volveremos a disentir cuando a mi me dé por la ópera (en mi opinión, nada mejor para conducir) o por la imprescindible Janis Joplin. Pero el clímax de mi hermana llegará con “summer of 69’s” de Brian Adams.
Llegaremos cansados a Incinillas, pero la larga cuesta arbolada que anuncia el fin de trayecto, nos emocionará, como siempre, como cada año desde que somos niños, para minutos más tarde aparecer ante las miradas, siempre curiosas, de la treintena de habitantes que tiene el pueblo (algunos más en verano).
Entonces llegará Begoña con algunos tomates frescos, o pimientos, o unas morcillas de arroz. Alguien se ofrecerá a ayudarnos a limpiar la casa, cerrada durante el invierno. En la cantina, Carlos nos invitarán a la primera ronda del verano y nosotros perezosos, haremos la ronda por la única calle del pueblo para anunciar nuestra llegada (como si hiciera falta!), saludar a los que siempre están allí, saber de sus tranquilas vidas y darles cuenta de los que se han quedado en la ciudad.
A parte de la cantina, que hace las veces de pequeño colmado y dispone del teléfono del pueblo, sólo existe otro centro social: la iglesia, encaramada en unos peñascos y dónde un párroco itinerante da misa todos los domingos. En esa iglesia me “enamoré” de Rober, el monagillo. Yo tendría 5 años, pero iba por el pueblo, con el desparpajo que sólo se tiene a esa edad, explicándoles a todos que me casaría con él y dando todo lujo de detalles sobre el vestido y la ceremonia.
Incinillas, como tantos otros pueblos en nuestro país, libra una batalla entre el progreso y la extinción. Hasta hace muy poco no había agua corriente. Íbamos a la fuente con cubos, era deliciosa. La señal de TV es débil, apenas se puede ver TV1. Y en casa de mi abuela aún nos bañamos en grandes cubos de latón. Hay puntos dónde el móvil da señales de vida y es común vernos con el teléfono al aire intentando un hilo de conexión con la civilización.
Exagero, porque a 6 kilómetros está Villarcayo, la capital, y allí hay de todo. Pero de todo también tenemos en Incinillas: senderos por los que perderse, el Ebro aún bravo, música, libros, juguetes de nuestra infancia en un desván abandonado, amigos, bebida, carne a la brasa, tardes a la fresca y noches eternas jugando a cualquier cosa alrededor de una gran mesa, o admirando el cielo estrellado.
En fin, un lugar perfecto para reencontrarme con mi historia personal, y para obligarme a parar, a dejar pasar el tiempo sin la obsesión de sacarle provecho. A que los días se sucedan sin prisa, sin apenas actividad. Al principio la sensación me angustia, pero como me escribía un amigo hace unos días, algunos maestros orientales creen que “la inactividad exige más aprendizaje que la actividad”. Así que me dejaré enseñar por el tiempo.
Incinillas es un cruce de caminos (una «ciudad sin ley», bromeamos siempre mi hermana y yo) así que si alguien quiere reposar un ratito, será bienvenido. No hace falta mi dirección. Me encontraréis. Contenta de saludaros y dispuesta a compartir un vinito y un buen queso con vosotros
Feliz verano a todos.